Oteando el horizonte

 
Y que inocentes fuimos,
pequeña,
cuando me hablabas
de profetas, de magia,
y de cuentos de hadas.
 
Cuando soñábamos despiertos,
y mirábamos las estrellas
buscando cualquier excusa,
para perdernos en nuestra aventura.
 
Éramos niños buscando ese tesoro perdido.
Y pintábamos imágenes en el aire,
que nos contaban historias,
recién sacadas de una película americana.
 
Algunas eran de amor,
otras, comedias baratas.
Y las mejores tenían,
como siempre,
una banda sonora especial.
 
¿Estará el Sr. Clark bailando?
¿Y que fue del pequeño Billy?
¿Es que la Rosa Negra fue su último baile?
 
He deseado ser Arnold,
observando la danza de Jamie,
a oscuras,
sentado en ese sillón turquesa,
y sujetando un vaso medio lleno
de un escocés
que sabe a madera.
 
Follando los dos,
como esa noche sin fin,
cuando dejamos el horno encendido
y nos envolvieron las llamas
ardientes y perpetuas
que no se consumían;
que parecían no tener fin.
 
Luego maduramos,
y la fantasía se volvió realidad.
Se acabaron los juegos,
y empezaron los sueños rotos.
 
Desperté y vi que fui
la venda de una herida,
un paréntesis de algo.
un amante secreto,
que se metió donde no debía.
Un ladrón que,
por su avaricia,
acabó siendo robado.
 
Y, joder pequeña,
aquí sigo,
años después,
en este puerto,
donde me dejaste.
Cuando levantaste ancla,
sin querer mirar atrás.
 
Preguntándome 
que coño pasaba con Mary,
si Simba sigue siendo rey 
 y por qué una guitarra
arregla todo lo estropeado.

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